Introducción al concepto de las “bellas artes” en la modernidad

Extracto del texto sobre el concepto de “bellas artes” en la tradición occidental a cargo del profesor Javier Domínguez, de la Universidad de Antioquia, Colombia. Un texto presentado como ponencia en septiembre de 2010 y publicado en

Domínguez, Javier; Fernández, Carlos Arturo; Giraldo, Efrén y Tobón, Daniel Jerónimo (eds.) ¿Quién teme a la belleza?, Medellín, La Carreta Editores / Facultad de Artes Instituto de Filosofía de la Universidad de Antioquia

Giuseppe Castiglionne, The "Salon Carré", 1865

Javier Domínguez Hernández

Universidad de Antioquia, Medellín

Del arte en el horizonte de “las artes y los oficios” al “arte bello”

La comprensión más antigua y tradicional del arte tiene que ver con el saber hacer, y en tal sentido, con saber aplicar determinadas cualidades del pensamiento o de la destreza manual a la realización de un producto, una obra o una actividad. El arte era ante todo la maestría y la competencia en un oficio, en el cual, en principio, cualquier hombre podía formarse. La figura del artista, sobre todo, del artista actual, entra en conflicto con esta comprensión del arte, un conflicto que se destacó por primera vez en el Renacimiento, cuando la belleza y la inspiración comenzaron a forjar la autoconciencia del arte y del artista. Esta conciencia profundizó las tradicionales separaciones entre las artes serviles y las liberales, y, con la cultura estética y del gusto que se consolidan en los siglos XVII y XVIII, también la separación de las artes liberales y las bellas artes. La Escuela Académica que había fundado Mazarino en el mandato de Luis XIV, pasa a denominarse Escuela de Bellas Artes en 1793. Por su parte, la Academia de Escultura y de Pintura, fundada también por Mazarino, la Academia de Arquitectura fundada por Colbert, y ahora también, la de la música, se agrupan en 1795 en una nueva institución, el Instituto, bajo el nombre común de Bellas Artes.

Estos procesos no hacían sino cristalizar institucionalmente los debates que se desarrollaron durante el siglo XVIII, en el cual, la Enciclopedia (1752–1772), su empresa más representativa, recoge y pone en perspectiva las doctrinas tradicionales y del presente en torno a lo bello y el arte. El artículo sobre lo bello de Diderot, editado bajo el título Investigaciones filosóficas sobre el origen y la naturaleza de lo bello (1752) es digno de tener en cuenta, pues siendo enciclopédico desde el punto de vista de la información histórica y crítica que proporciona, renuncia a ser definitorio. Como ocurría con la cuestión del tiempo para Agustín, para Diderot ocurre algo semejante con lo bello: “por una especie de fatalidad, las cosas de las que más hablan los hombres son, normalmente, las que menos conocen, y que tal es, entre muchas otras, la naturaleza de lo bello. ¿Cómo es posible que casi todos los hombres estén de acuerdo en que existe lo bello, que haya tantos que sientan vivamente dónde está, y tan pocos que sepan lo que es?”[1] Sin embargo, Diderot no es un escéptico, sino que en él domina ya la disposición intelectual moderna que estéticamente seguimos teniendo sobre lo bello. Somos humanos y nada más que humanos, de modo que lo bello sólo existe en nuestra percepción, y ello significa, por un lado, que la percepción de lo bello absoluto queda fuera de nuestras posibilidades, no existe lo bello en sí, ni hay en nosotros un sentido determinado para captarlo, algo que todavía se estilaba en las teorías estéticas de los ingleses; en segundo lugar, significa que la experiencia de lo bello no se la podemos atribuir a la percepción de una cualidad específica, sino a relaciones que tienen en mí un efecto que me ocupa y atrapa: “llamo bello fuera de mí a todo lo que contiene en sí algo con que despertar en mi entendimiento la idea de relación, y bello con relación a mí a todo lo que despierta esta idea”[2]. Mi entendimiento no pone ni quita nada de las cosas, sino que se apercibe de las formas que están en los objetos y las nociones que yo tengo de ellas, de modo que debo contar con que existe lo bello real, que no es lo bello absoluto, como en el ejemplo que pone el mismo Diderot sobre la belleza del Louvre (las proporciones geométricas de las formas de la fachada existen ahí, piense o no piense en ellas); y existe lo bello percibido (el oyente de una música, consciente o inconscientemente, establece relaciones entre los tonos o relaciones con otras cosas). Esto ocurre en la experiencia de toda obra de arte, pueda uno interpretar o no tales relaciones. Siempre se trata de un proceso de pensamiento, pues el sentimiento reposa en un recuerdo inconsciente o en una experiencia pasada. La experiencia de una obra de arte es un proceso del espíritu al que el espectador o el público le dan un significado, y las diferencias en el juicio estético se explican por las relaciones individualmente percibidas en la naturaleza o en el arte. La importancia de este concepto de las relaciones para la explicación de lo bello que se propone Diderot consiste en que lo bello no existe para sí, sino que toma forma gracias a la percepción del espectador, pero esto no ocurriría sin el efecto producido por la obra en él.

Un año antes del artículo sobre lo bello, Diderot había escrito también para la Enciclopedia el artículo sobre el término arte, y es sorprendente la afirmación que le da inicio: “Término abstracto y metafísico”[3]. La afirmación corresponde más a la mentalidad de un romántico que a la de un enciclopedista, que todavía aborda el arte y la ciencia en la perspectiva de la industria humana aplicada por necesidad, por lujo, por diversión o por curiosidad, a la naturaleza. Quizá debido a esta posición, Diderot se opone en su artículo a una tendencia que ya era irrefrenable, la separación y la jerarquización entre las artes liberales y las mecánicas. La diferencia la marcaba el predominio del espíritu sobre la mano en las artes liberales, y el de la mano sobre el espíritu en las mecánicas. Pero Diderot no es coherente con su defensa de la necesidad de ambas, incluso, con su expreso reconocimiento de que las artes mecánicas han aportado más progreso y bienestar a la humanidad que las artes liberales. Plegándose a la jerarquización que se venía imponiendo, Diderot termina afirmando la superioridad de la labor del artista sobre la del artesano. Va a ser otro enciclopedista, J. F. Marmontel, quien en su artículo Arte. Artes Liberales, publicado en el Suplemento al primer volumen (1751), consagre definitivamente la superioridad de las artes liberales. Consideradas “las artes más honorables”, a finales de siglo pasan a denominarse las bellas artes, tal como las conocimos hasta el siglo XX: “las artes liberales se reducen, pues, a la elocuencia, la poesía, la música, la pintura, la escultura, la arquitectura y el grabado, considerado como dibujo”[4]. La presencia de la elocuencia se debe al peso de la Retórica, todavía vigente, la cual era la disciplina que desde la antigüedad, y acorde con el predominio de la poesía sobre las artes, había desempeñado las funciones que modernamente iba a desempeñar la Estética, justo la disciplina que en este momento se estaba consolidando. Según Marmontel, la superior honorabilidad de las artes liberales se debe a las facultades que exigen, a los talentos que suponen y al destino de sus producciones. Son artes que exigen “una inteligencia, una imaginación, un genio raro y una delicadeza de órganos, con que pocas personas han sido dotadas, son casi todas artes de lujo, artes sin las que la sociedad podría ser feliz y que no le han aportado más que placeres de fantasía, de costumbres y de opinión, o artes de una necesidad muy alejada del estado natural humano”[5]. Lo más importante de resaltar en este proceso de definición de lo bello, de separación entre las artes mecánicas y liberales, y de institucionalización de la formación en las bellas artes, es que, desde finales del siglo XVIII, el arte se concibe como una actividad creadora de obras cuya existencia se justifica por sus cualidades estéticas. La separación entre el arte y las ciencias se apoya ahora en el florecimiento de la pintura y la música, en el creciente interés por la literatura y la crítica de arte, y sobre todo, en el surgimiento de los públicos de las artes y los amantes del arte.

La teoría que mejor recoge este proceso en la filosofía es la estética de Kant, expuesta en su Crítica del Juicio en 1790. Su objeto es la crítica del juicio de gusto o juicio estético, su ámbito es lo bello en la naturaleza y en el arte, y el arte de que se habla es el arte bello. Según Kant, sólo debe hablarse de arte allí donde hay producción humana en cuya base están la libertad y la representación. Si al registrar un pantano encontramos un pedazo de madera tallada, decimos que no estamos ante un producto de la naturaleza sino del arte. Ello se debe a que, por una parte, todo en él está constituido de tal suerte que, en su causa, una representación de lo que debía ser precedió su realidad, y por la otra, porque esa talla no hubiera alcanzado su finalidad más que como juego, como ocupación que, aunque laboriosa, deparó también agrado. En Kant, además, ya no hay ninguna vacilación frente al lugar de la belleza, como todavía ocurría con los enciclopedistas: no hay ciencia de lo bello sino crítica, no hay ciencia bella sino sólo arte bello[6]. Y, finalmente, la distinción entre el arte bello y el arte agradable obedece a que el primero no cifra su finalidad en el agrado de los sentidos, sino que, como modo de representación que es, estimula “la cultura de las facultades del espíritu para la comunicación social”: el placer del arte bello nace del goce que le proporciona a la reflexión[7].

El compendio de la definición estética del arte es la caracterización que hace Kant del arte bello como arte del genio[8]. Si se advierte que la Crítica del Juicio aparece en 1790, no se puede pasar por alto que desde los años setenta campeaba en Alemania la concepción del genio como pura fuerza de la naturaleza, propagada por el movimiento prerromántico del Sturm und Drang. Era el espíritu revolucionario que irradiaba también la Revolución Francesa. Pero en Alemania, este movimiento, impulsado por Herder, tenía como propósito erradicar la estética del gusto de corte francés, considerada propia de un arte burgués plagado de reglas y convencionalismos, y así lograr para Alemania una literatura y un teatro nacionales. Es una concepción en la cual lo bello del gusto francés, normativo y palaciego, comienza a ser sacrificado, en favor de lo que expresa naturaleza e individualidad del carácter. El Sturm und Drang es como la primera “antiestética” que desprecia la escuela en la formación del artista. Kant no comparte estas posiciones, y si bien su teoría no es afrancesada, vale decir, a favor de las reglas, sí es a favor del gusto, vale decir, a favor de la sociabilidad. El genio de la estética kantiana es una individualidad que reúne la originalidad y la ejemplaridad; la originalidad no tiene por que reñir con el gusto y la belleza. El concepto de genio del Sturm und Drang, en cambio, enfatiza la individualidad y no guarda contemplaciones con el gusto; es el genio que no tranza con la sociabilidad sino que la desafía.

La inestable relación de arte y belleza en el siglo XIX

La gran herencia del concepto de arte de la estética del siglo XVIII es la representación del arte como arte bello. Su concepción de la belleza es la de la belleza sensible y placentera, la belleza del gusto, que siempre es un gusto compartido, el gusto de una sociedad de afinidades electivas. Es la estética de la sociedad que tiene en el salón su espacio de representación, y en los logros de la forma el reino de la belleza y de las artes. La Revolución Francesa interrumpe el predominio de esta situación y acelera los procesos de musealización del arte, y con ellos la sustitución del gusto por la erudición y la historia del arte. La cultura artística se impone sobre la cultura del gusto. La concepción de la belleza padece también estas transformaciones. Si bien para la estética del gusto era indiferente si la belleza estaba en la naturaleza o en el arte, para la cultura artística ya no lo es. Lo bello es ya, ante todo, lo bello del arte, y como la musealización ha puesto de presente las enormes diferencias del arte de una época a otra y de una cultura a otra, el mero logro formal y la naturalidad de la belleza, que antes satisfacían el gusto, tienen ahora que ceder ante las enormes diferencias internas de lo bello artístico. La concepción de lo bello es ahora menos estética, y se convierte en algo más histórico y erudito. Para el artista esto implica más individualidad y libertad, y menos norma, pero igualmente, más exigencia. Ya no cuenta la representación de un arte para la estética de un gusto establecido, sino el que es el arte lo que hay que inventar.

Pero la musealización del arte es sólo una de las vías de desestabilización de la unión entre arte y belleza. Otra de las vías provino de una de las estéticas más importantes en la herencia de Kant, la concepción de la belleza de la estética de Schiller, cuyo pathos moral resulta decisivo. F. Schiller, artista e intelectual, es quien le da a la estética kantiana, que como teoría del gusto es una estética de la recepción, un giro productivo para el desarrollo del arte y la crítica de arte en Alemania. Para Kant es imposible determinar un ideal de belleza en la naturaleza o en las cosas, en cambio sí es tarea del arte representar y lograr un ideal de belleza para la figura humana. Este ideal consiste en “la expresión visible de ideas morales que dominan interiormente al hombre”[9]. La moralidad como “efecto de lo interno”[10] en la representación de la figura humana en el arte, es la belleza como carácter. Esta concepción de la belleza es primordialmente moral, y no formal, y es una concepción que ya es corriente en la última década del siglo XVIII. La traducción que le da Schiller, y ello tiene un trasluz de su personalidad artística como poeta dramático, es la siguiente: “Belleza no es otra cosa que libertad en la apariencia”[11]. Schiller pone la función moral del arte en el centro de sus intereses, su estética no es ya contemplativa y apreciativa como en Kant, sino que pretende ser una estética con influjo en el público del arte. Una propuesta de esta índole es la que presenta también en sus Cartas sobre la educación estética del hombre, publicadas en 1795. Frente al régimen de terror en que se ha convertido el gobierno revolucionario en París, Schiller propone para los alemanes una educación estética, una educación en la libertad y para la libertad, por medio de la belleza: “para resolver en la experiencia este problema político hay que tomar por la vía estética, porque es a través de la belleza como se llega a la libertad”[12]. Es una tarea que requiere el tipo de artista que posteriormente va a denominarse el artista comprometido, con la diferencia de que, en Schiller, la conciencia política no sacrifica la belleza. Ya es un hecho bien conocido que para el artista comprometido posterior, el arte y la belleza son inconciliables. En el mandato artístico de la concepción estética de Schiller, la belleza es la garantía de la dignidad del arte y del efecto en su público, tal como se lo aconseja al artista joven en sus Cartas: “Engendra la verdad victoriosa en el pudoroso silencio de tu alma, extráela de tu interior y ponla en la belleza, de manera que no sólo el pensamiento le rinda homenaje, sino que también los sentidos acojan amorosamente su aparición. [...] Vive con tu siglo, pero no seas obra suya, da a tus coetáneos aquello que necesitan, pero no lo que aplauden. [...] Busca su aplauso apelando a su dignidad”[13].

Debe resaltarse este pathos ético de la estética de Schiller, fiel a la belleza, pues aunque no desaparece, sí se quiebra como línea directriz en el arte y los artistas en el siglo XIX. Es la compleja herencia del romanticismo que, como lapidariamente lo expresó la crítica de Goethe, “Clásico es lo sano, romántico, lo enfermo”[14]. El romanticismo comparte todavía con Schiller la confianza en el poder del arte, un poder de trascendencia que los románticos también le atribuyen a la naturaleza. Pero la estética del romanticismo no es ya la de un colectivo compacto, sino una estética de individualidades dispersas, en algunas de las cuales la ironía se convierte en programa artístico, vale decir, el arte mismo deviene asunto irónico; la ironía corresponde ya a individualidades escindidas. La estética del romanticismo tiene de por sí un impulso hostil a la belleza. Su fascinación por lo abismal, lo inexpresable, lo indeterminado, lo misterioso, lo nocturno, lo lejano, es una disposición estética que le resta énfasis al logro de la forma, que es el espacio natural de la belleza. Para el fin artístico de esta concepción romántica, interesa más lo interno que lo externo, más lo sublime que lo bello, más la desmesura que la forma, y para el ironista, tan afín al espíritu del Dandysmo en la Francia de finales de la primera mitad de siglo, la conversión de lo sublime en comedia es una tentación inmediata[15].

Se le atribuye al siglo XIX la consagración del término “las bellas artes”. Esta atribución tan corriente pasa por alto que fueron precisamente los románticos quienes con su concepción del arte, ya altamente intelectualizada, introdujeron la expresión, las “ya no más bellas artes”, justamente, por su aceptación de fenómenos estéticamente fronterizos en el corazón mismo de la literatura y el arte. Las Lecciones de estética de Hegel, dictadas entre 1820 y 1830, registran dos características fundamentales para el arte del momento, que aunque según la terminología de entonces se denominaba arte de la forma romántica, en realidad corresponde a una concepción ya moderna y no bella del arte, familiar todavía para nosotros[16]. La primera característica era la desaparición de la belleza como propósito del arte. Tanto la mentalidad moderna como su cultura museal habían descargado al arte y los artistas de tener que producir obras para el placer de la intuición sensible, arte bello. Es una cultura para un arte de la interioridad, no sólo la del sentimiento, sino la de la inteligencia y el concepto, pues es arte para públicos cuya experiencia del arte pasa ya por el juicio de la crítica y las ciencias del arte, así como por la competencia de las teorías estéticas. Como anota Hegel, es un arte en el cual “La interioridad celebra su triunfo sobre lo externo y manifiesta dentro de lo externo mismo y en ello esta victoria por la que, lo que se manifiesta sensiblemente, es rebajado hasta la carencia de todo valor”[17]. El arte está abierto a todos los contenidos y las formas: ya no tiene que ser ejemplar e idealizante, sino que puede ser cotidiano, trivial y caprichoso; ya no tiene que ser bello sino que en él puede aparecer lo feo. En una palabra, en la relación entre la forma y el contenido, el arte de la forma romántica, arte moderno en nuestra terminología, es un arte que ha rebasado la belleza, no la necesita. De ser la ley del arte, como era para el arte de la forma clásica, la belleza pasa a ser sólo una opción para el arte moderno. Por ello no es de extrañar que Karl Rosenkranz, discípulo y biógrafo de Hegel, haya publicado en 1853 Estética de lo feo. La estética, como lo anota Rosenkranz, se ha convertido ya en “un nombre colectivo para un gran grupo de conceptos”, y en las artes, lo feo es una estética que ha encontrado acomodo[18].

La segunda característica de este arte es la disolución de la relación entre contenido y forma; ya no hay norma que la prescriba. Es una relación que queda al arbitrio del artista, a lo que entonces se denominaba “el humor subjetivo”[19]. Hegel no era crítico de esta evolución del arte hacia el experimentalismo, todo lo contrario, la celebra: “no debemos considerar esto como una mera desgracia contingente que le sobreviniera al arte desde fuera por la miseria del tiempo, el sentido prosaico, la falta de interés, etc., sino que es el efecto y el progreso del arte mismo”[20]. La modernidad vuelca al arte y a los artistas a la reflexión sobre su praxis, y ello hace que ambos se liberen de la tarea tradicional de representar contenidos, una tarea en la cual el arte permanecía como mero medio de representación. En vez de ello, la nueva dinámica del arte es aparecer él mismo como tal. No se puede afirmar que todos los artistas se hayan plegado a esta concepción de la tarea del arte en el siglo XIX, pero fue una inquietud que salió a la luz para no desaparecer, y que con virulencia creciente polarizaría dos frentes, el de los artistas y poetas de l’art pour l’art, el esteticismo, y el frente de los artistas de un arte más sensible a los procesos sociales y del individuo.

Pero la modificación de la concepción y la percepción de la belleza en el siglo XIX no es algo que sólo se pueda comprender desde los movimientos artísticos. La filosofía y las ciencias del hombre fueron también determinantes. La estética del siglo XVIII y la del romanticismo comparten una actitud frente a la belleza que es ante todo contemplativa, afín a una concepción del hombre como conciencia de sujeto cognoscente. La función primordial de la conciencia en esta concepción es registrar los hechos del mundo, que es un mecanismo ajeno a la voluntad, y sobre todo, a la voluntad individual, constituida por instintos y pasiones. Este predominio de la concepción cognoscitiva de la naturaleza humana es lo que se corrige en el siglo XIX, a favor de una concepción conativa de la misma. Tan importante como la naturaleza cognoscitiva lo es también la naturaleza pulsional y volitiva del hombre, sin la cual resultan inexplicables las apreciaciones y las preferencias con las cuales respondemos automáticamente a nuestras sensaciones. Es una línea filosófica que tiene su origen en la filosofía de Spinoza, que pulsa en el idealismo en la concepción de la subjetividad como voluntad, pero que aflora a toda luz en las filosofías de Schopenhauer y Nietzsche, para quienes la belleza y lo estético son valores supremos, tan elevados, que se convierten en la justificación de la existencia humana misma. Son filosofías en las que la biología y la psicología del momento son tenidas en cuenta. La gran novedad en esta actitud frente a la belleza es que deja de ser contemplativa, desinteresada y universal, vale decir, el placer por lo bello deja de ser ante todo placer de la reflexión, como era el caso de la estética de Kant, y pasa a ser placer de los sentidos, placer que tiene que ver con el instinto, las pulsiones y la voluntad. Se pasa de una concepción del sentido estético como disposición de una sensibilidad cultivada, predominantemente pasiva, solamente productiva en los artistas, a una disposición humana, natural y universal, activa y productiva, para poner belleza en el mundo y no sólo en el arte. En esta concepción, que caracteriza lo que se ha denominado el esteticismo finisecular, el arte es apenas una de las actividades humanas para poner belleza en el mundo, pues lo que debe ser bello, antes que nada, es la vida misma.

El esteticismo se desarrolla en Europa y América en torno a 1870 y 1914. Es una postura intelectual que cubre la literatura, el mundo artístico y el musical. Por un lado, es una actitud intelectual y existencial para la cual lo estético o la forma artística son el valor más elevado, si no el único; es un esteticismo hijo del refinamiento de la cultura, aunque también crítico y fatigado de ella, proclive al decadentismo. Por el otro y en un sentido pragmático, el esteticismo se aplica a la producción y la apreciación del arte y los objetos de uso por sus bellezas y sus formas, y estimula la búsqueda de nuevas estéticas de exotismo y adorno, como ocurre en las variaciones que el art nouveau tuvo en los diferentes países de Europa, y de América. El renacimiento inglés de la artesanía y de un arte para embellecer y dignificar el entorno inspira un esteticismo de auténticos ideales morales, como en John Ruskin y William Morris, críticos de l’art pour l’art, pero también florecen decadentismos como el de Oscar Wilde, que crispa los ánimos en las conferencias que dicta en 1882 en Canadá y Estados Unidos, y luego con su estilo de vida en Inglaterra.

Sobre el esteticismo ha dominado una historia centrada en Europa, y es innegable que en el ambiente estaban las inquietudes y los gestos de vida que lo representan, pero se pasa por alto el papel que desempeñó la naciente filosofía de los Estados Unidos. Un libro como El sentido de la belleza de George Santayana, publicado en 1896, fruto de sus lecciones de estética en Harvard, y con reconocimiento inmediato, formula ya con toda claridad, las ideas que G. E. Moore expuso en Cambridge en 1903 en Principia Ethica. La solución estética que esta obra le daba a los asuntos éticos era compartida por el influyente Círculo de Bloomsbury, entre cuyos intelectuales figuraban personalidades como Virginia Woolf en la literatura y Roger Fry en la crítica de arte. Fry organizó en Londres en 1911 y 1913 dos discutidas exposiciones con obras recientes del cubismo y el fauvismo, y para atemperar el desconcierto del público ante ellas, defendió –equivocadamente– la belleza de esas obras, convencido todavía de que la belleza era consustancial al arte, de que sólo era asunto de educación y hábito aprender a reconocerla. Esta persistencia en la belleza como criterio de la crítica de arte era algo todavía muy arraigado[21].

El sentido de la belleza de George Santayana merece destacarse en este momento de esteticismo finisecular, pues representa sus posiciones más contrastantes y representativas. Plenamente consciente de que la belleza no es definible y es ante todo una experiencia, y de que una teoría sobre ella es menos importante que sentirla, emprende un análisis para explicar por qué nos emociona, por qué la necesitamos y en qué consiste. La belleza es en ese momento una promesa de salvación, y el arte bello es una teodicea, como lo afirma Ruskin. Contra esa mistificación, Santayana propone una explicación naturalista y psicológica que la desacraliza por completo, aunque no cae en el error de deslegitimarla, por reconocer su origen en nuestra propia naturaleza animal. Según Santayana, no somos meramente conciencia, ni inteligencias al servicio exclusivo del conocimiento, sino seres pulsionales con una conciencia emocional que le da origen a nuestro sentido estético, gracias al cual ponemos la belleza en el mundo. En la tradición moderna, el hombre es un sujeto de conocimiento, y la naturaleza es un sistema de procesos mecánicos. Según esta concepción, somos seres de una hechura puramente intelectual, mentes en las que se reflejan las transformaciones de las cosas sin que se produzca en ellas emoción alguna. En principio, todos los acontecimientos, sus relaciones y sus recurrencias podrían ser anotadas, “pero –según Santayana– todo esto ocurriría sin un asomo de deseo, de placer o de pesar. Ningún suceso será repulsivo, ninguna situación terrible. En una palabra, podríamos tener un mundo de la idea sin un mundo de la voluntad”[22]. La gran ausente de esta representación científico–tecnológica del ser humano es la conciencia emocional, sin la cual se esfuma todo valor y toda excelencia. Para la existencia del bien o del valor en cualquiera de sus formas, y la belleza es una clase de bien, no basta la mera conciencia, sino que se requiere la conciencia emocional. Para nuestra vida humana no es suficiente la observación sino que es necesaria la apreciación. Para la concepción de Santayana, crítica de la tradición intelectualista y empirista moderna, nuestras percepciones están en conexión con nuestros placeres, y nuestra inteligencia está al servicio de nuestras pasiones, “Las cosas son interesantes porque nos ocupamos de ellas, e importantes porque las necesitamos”[23]. El origen de la belleza radica en esta condición humana, y por ello para Santayana la belleza es un valor que no pertenece a los hechos del mundo, sino que, para hacerlo humano, la hemos puesto en él: objetificamos el placer o la emoción que nos produce la experiencia de una cosa o un acontecimiento, representamos en ello la belleza, y se la atribuimos a las cosas o a los acontecimientos como si fueran cualidades suyas[24]. En la tradición antigua y moderna, los sentidos de la belleza eran los sentidos teóricos, la vista y el oído. Según Santayana, todas las funciones humanas, las del cuerpo y las del alma, contribuyen a nuestro sentido estético para poner la belleza en el mundo; la pulsión sexual como pasión amorosa, y el tacto, el olfato y el gusto, considerados tradicionalmente como “sentidos inferiores”, contribuyen con toda propiedad a dicho sentido, pues la calidad de su satisfacción incide en el valor de nuestras experiencias y forjan cultura. Santayana destaca la capacidad de desarrollo que tienen estos “sentidos inferiores”, y llama a quienes los han refinado “artistas de la vida”, por haber embellecido la existencia social y la privada. El lujo, el paisajismo, la gastronomía y la cosmética, por citar algunos ejemplos, son, según Santayana, producto del sentido de la belleza[25].

Esta teoría es un caso singular, pues representa el esteticismo finisecular en sus dos facetas históricas: en primer lugar, la de la elevación de la belleza a consagración de la vida y el arte, el aspecto que las vanguardias de principio de siglo desterraron de modo tan drástico, que desde nuestra cultura artística actual nos inhibe para hablar de la belleza, como si esta sólo pudiera pensarse desde el arte, y en segundo lugar, el aspecto del embellecimiento, es decir, el abandono del ideal romántico de la perfección infinita, a favor de lo que Santayana denomina “el bien estético supremo”, a saber, “el mayor número y la mayor variedad posible de perfecciones finitas. Aprender a ver en la naturaleza y a encerrar en las artes las formas típicas de las cosas; a estudiar y reconocer sus variaciones; a entronizar la imaginación en el mundo para que pueda haber belleza por doquier y encontrar un estímulo para la creación artística”[26]. En el siglo XX, el arte se puso a contrapelo del embellecimiento, pero este ha sido la fuente de enriquecimiento de la gran industria, gracias a la retórica de embellecimiento de la publicidad. La belleza que el arte le niega al mundo, se la da el mercado. El esteticismo finisecular es apenas una figura del esteticismo, que es una concepción de la vida, y por tanto una posición moral, que tiene tradición. Todos los valores en algún sentido pueden ser convertidos en valores estéticos o del gusto. Para Santayana, la moralidad es un medio y no un fin, pues proviene de la sujeción de la conducta humana al ámbito de “lo seguro y lo posible” para la vida: “Suprimid el peligro, suprimid el dolor, suprimid la ocasión de misericordia, y se desvanecerá la necesidad de la moralidad; decir ´no deberás’ resultaría entonces una impertinencia”[27]. La vida en cambio prosigue, aunque se eliminaran los preceptos. Los sentidos y los instintos seguirían demandando e induciendo hábitos de vida, que Santayana compendia en lo que puede considerarse el ideal de vida del esteticismo en general, no solo del finisecular: “La variedad de la naturaleza y lo infinito del arte, con la compañía de nuestros semejantes, llenarían los ocios de esa existencia ideal. Éstos son los elementos de nuestra felicidad positiva, las cosas que, en medio de miles de vejaciones y vanidades, constituyen los beneficios netos de la vida”[28]. En esta concepción reaparece el antiguo ideal de vida griego de la kalokagathía, para el cual la vida lograda era aquella en la cual el bien moral era una demanda de la belleza, o expresado modernamente, una demanda estética[29]. Schiller concibió sus Cartas sobre la educación estética del hombre bajo este mismo pensamiento: ennoblecer la vida humana con la libertad que se logra educando en la belleza para la belleza, y es igualmente el pensamiento que compendia, según Arthur Danto, el poderoso influjo de Principia Ethica y de Arte, moral y religión de Moore, contemporáneo de Santayana, en la literatura y la crítica de arte inglesas de principios de siglo[30]. Moore podía suscribir la conclusión de raigambre platónica de El sentido de la belleza de Santayana: “La belleza parece ser, por tanto, la manifestación más transparente de la perfección y la mayor evidencia de su posibilidad. Si la perfección es, como debería serlo, la última justificación del ser, podemos entender el fundamento de la dignidad moral de la belleza. La belleza es garantía de una posible conformidad entre el alma y la naturaleza; y, en consecuencia, un fundamento de fe en la supremacía del bien”[31]. Esta fue la visión exaltada de la belleza, de una belleza sobrecargada de moralidad y misión civilizadora, de la que se apartaron muchos de los artistas de las vanguardias de principios del siglo XX. Este descarte no sucedió por razones estéticas sino políticas, tal como ocurrió cuando la belleza hizo su ingreso al arte para ennoblecerlo y caracterizarlo. Una de las primeras funciones culturales del arte fue forjar el mundo ético–religioso de la comunidad; en un contexto tal, la función de la belleza en el arte no era estética, de gusto, sino de valor de vida, de demanda de un modo de vida que involucraba la identidad propia y la identidad comunitaria. En un principio el arte bello forjó cultura; en nuestra cultura moderna, donde la cultura ha de velar por el arte, el arte bello se convierte en el escarnio de los valores de dicha cultura, y esto fue lo que denunciaron vanguardias como Dadá.


[1] Denis Diderot, Escritos sobre Arte, edición de Guillermo Solana, (traducción de Elena del Amo), Madrid, Ediciones Siruela, 1994, p. 5.

[2] Ibíd., p. 21.

[3] Denis Diderot, Arte (1751), en Arte, gusto y estética en la Encyclopédie, Romá de la Calle, (editor y traducción de José Monter), PUV, Universidad de Valencia, 2009, p. 47.

[4] J.-F. Marmontel, “Arte. Artes liberales, en Arte, gusto y estética en la Encyclopédie, op .cit., p. 65.

[5] Ibíd.

[6] Immanuel Kant, Crítica del Juicio, (edición de Juan José García y Rogelio Rovira, traducción de Manuel García Morente), Madrid, Tecnos, 2007, parágrafo 44, p. 231.

[7] Ibíd., p. 232.

[8] Ibíd., parágrafo 46, p. 236.

[9] Ibíd., parágrafo 17, p. 151.

[10] Ibíd.

[11] Friedrich Schiller, Kallias, Cartas sobre la educación estética del hombre, edición bilingüe. Introducción de Jaime Feijóo, (traducción de Jaime Feijóo y Jorge Seca), Barcelona, Anthropos / Madrid, Ministerio de Educación y Ciencia, 1990, p. 21.

[12] Ibíd., Segunda carta, p. 121.

[13] Ibíd., Novena carta, p. 179.

[14] Johann Wolfgang von Goethe, Máximas y reflexiones, edición de Juan del Solar. Barcelona, Edhasa, 1999, p. 219.

[15] La inversión de lo sublime en comedia, determinada por el programa romántico de la ironía en el arte, no se quedó en el siglo XIX. Domingo Hernández reconoce este mismo proceso en representativos artistas postmodernos a finales del siglo XX y comienzos del XXI. Ver: Domingo Hernández Sánchez, La comedia de lo sublime, Torrelavega, Quálea Editorial, 2009.

[16] La expresión las “ya no más bellas artes” tiene en Hegel el sentido de las artes para las cuales ya no rige la belleza clasicista. Casos representativos de ello son la pintura cristiana, la ampliación de la forma simbólica en la poesía moderna, sobre todo en Diván Occidental Oriental, de Goethe y en los dramas de Schiller. Ver: Francesca Iannelli, “Hegels Konzeption der nicht-mehr-schönen Kunst in der Vorlesung von 1826”, en Annemarie Gethmann-Siefert e.A. (Editores), Die geschichtliche Bedeutung der Kunst und die Bestimmung der Künste. Munich, Wilhelm Fink Verlag, 2005, pp. 189-203.

[17] G.W.F. Hegel, Lecciones sobre la estética, traducción de Alfredo Brotóns, Madrid, Akal, 1989, p. 60. He introducido dos comas para mejor resultado de la traducción. N.A.

[18] Kart Rosenkranz, Estética de lo feo, (edición y traducción de Miguel Salmerón), Julio Ollero Editor, 1992, p. 43.

[19] G.W.F. Hegel, op. cit., p. 440 ss.

[20] Ibíd., p. 442.

[21] Como Roger Fry en Inglaterra, y ante el mismo desconcierto del público, Maurice Denis defendía también en Francia la belleza de las obras que los nuevos artistas estaban exponiendo, sin la cual no podían ser admitidas como arte. Denis establecía una diferencia entre la “belleza subjetiva”, la vanguardista, y “belleza objetiva”, la académica y mimética. Ver de Maurice Denis las contribuciones de 1890, 1903, 1907, y sobre todo, la de 1909, “Deformación subjetiva y objetiva”, en Teorías del arte contemporáneo. Fuentes artísticas y opiniones críticas, Herschel B. Chipp. Traducción de Julio Rodríguez Puértolas. Madrid, Akal, 1995, pp. 110-123.

[22] George Santayana, El sentido de la belleza. Un esbozo de teoría estética, (traducción de Carmen García Trevijano), Madrid, Tecnos, 2002, p. 39.

[23] Ibíd., p. 28.

[24] Ibíd., pp. 56-59.

[25] Ibíd., p. 62, p. 64 y p. 70 ss.

[26] Ibíd., p. 127.

[27] Ibíd., p. 47.

[28] Ibíd.

[29]Ibíd., p. 48. Ver también p. 60: “el tedio y la vulgaridad de una existencia desprovista de belleza, no son tan feos en sí mismos como lamentables y denigrantes. La ausencia de bienes estéticos es un mal moral”.

[30] Arthur C. Danto, El abuso de la belleza. La estética y el concepto de arte, (traducción de Carles Roche), Barcelona, Paidós, 2005, pp. 66-70.

[31] George Santayana, op. cit., p. 205.

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