Víctor del Río
 
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Textos sobre artistas Textos sobre artístas  > Txomin Badiola. La instalación como simulador narrativo
 
 
 

"Txomin Badiola. La instalación como simulador narrativo” / “Installation as a Narrative Simulator”, en Txomin Badiola, Consorcio de Museos de la Comunidad Valenciana, Valencia, 2000. ISBN: 84-482-2363-2. Pp. 87-111.



Txomin Badiola.
La instalación como simulador narrativo.

Víctor del Río

la instalación

Txomin Badiola recoge en sus instalaciones un entorno familiar al mundo doméstico en el que tienen lugar estos travestismos. La calidad de los objetos y la textura de las imágenes en vídeo que emiten los monitores aluden al mundo estridente del comic y de las teleseries. «La instalación LM & SP (un hombre de poca moral y algo de persuasión) fue concebida y realizada íntegramente en Bilbao y hace uso de iconos de realidad local, de dos particularmente: El jugador del Athletic y el encapuchado. Tanto la instalación física como la narrativa de los videos que la componen toman como base la comedia de situaciones o de enredos; los textos declamados rayando el sentimentalismo ktisch, se oponen a situaciones de violencia callejera. Todos esos signos principales se matizan, niegan, superponen o simplemente coexisten con otros vía títulos de libros, objetos, canciones, ruidos, ambientes o actitudes, que pretenden conformar ese dispositivo, esa “mala forma” que dé noticia de una situación tan particular mía (en lo que pueda tener incluso de registro de experiencia personales) como general en la medida que participa de una situación que compete a la Cultura en su conjunto.» 1

El constructo que alberga todos estos elementos está confeccionado como un mueble-contenedor en el que se integran los monitores, algunas imágenes ampliadas procedentes de la prensa y de la reproducción fotomecánica con su textura pop, y los objetos más variados. El constructo de madera apenas sirve como aparatoso mostrador. Los espacios que deja útiles podrían responder a un módulo completamente deformado de mobiliario barato en contrachapado. La funcionalidad ha sido torturada precisamente en unos materiales habitualmente constitutivos del mobiliario de una vida práctica, un entorno en el que el diseño desempeña un papel mediador entre la ergonomía y la estética. En el caso de Badiola, si pensamos en su obra escultórica anterior, esa base material de muebles funcionales adquiere su importancia. La utilización de la silla, o, más bien, su inutilización en el entramado escultórico, sería una de las operaciones más frecuentes y más características de su obra. La figura del mueble aparece aquí en forma de estructura transgredida de la cotidianidad, y se presenta como soporte de la instalación: lugar, si no de “referencias”, sí al menos de resonancias. Al margen de la descripción que hace el propio Badiola de la procedencia cultural y biográfica de los elementos, es evidente la familiaridad plástica que éstos generan. Nos sitúan en un entorno doméstico construido, sin embargo, en unas claves nuevas que lo deforman. La tendencia constructiva de Badiola se reorienta en el lenguaje instalativo hacia una domesticidad dislocada.

El contenido de los videos redunda en esta estética de teleserie: el diseño de lo doméstico reinstalado en una atmósfera teatral, con iluminación quirúrgica, con fondos de color que pugnan en protagonismo con los disfraces de los personajes. El hiperrealismo del Betacam, formato favorito del porno, o de cualquier otro sistema de vídeo, donde la nitidez llega a la estridencia, podría ser el paralelo ideal de un mundo de ebanistería y bri-collage. El campo de la instalación es claramente interdependiente del formato vídeo. La idea de un bri-collage, como autofabricación a través del montaje, ha sido estudiada en particular a propósito de este soporte 2. El vídeo se convierte así en un lugar ideal de inserción de las imágenes apropiadas, como una forma expandida del collage. Por su parte, la instalación reproduce de forma similar esa capacidad en el espacio. En el caso de Badiola, el bri-collage podría verse literalmente en el constructo que da cabida a los monitores de televisión, como conjunción de objetos y materias heterogéneas; pero no en las imágenes de vídeo, que recogen escenas siempre creeadas. Las virtudes de ocupación espacial del monitor, elemento irradiador, aparecen combinadas en el entorno instalativo. Así, el vídeo, habitante autómata de estas construcciones, sirve como soporte narrativo para los personajes y las historias que propone Badiola. También las fotografías de gran formato pueden cumplir este papel. Efectivamente, tal como él mismo apunta, las capuchas, los disfraces o las pelucas son, en el caso del material humano, los elementos dislocantes que sitúan sus historias en el ámbito de lo que es a un tiempo familiar y ajeno. Al igual que la estructura-contenedor resulta impracticable, caótica en su topología (aunque nos recuerde a un mueble), la narración no sigue un hilo argumental. No podemos reconstruir la anécdota. El conjunto queda fijado en la sucesión inconexa de acciones, grupos de personajes, y emblemas de colores como son las camisetas de los equipos de fútbol o los disfraces de superhéroes. La dislocación espacial corresponde, por tanto, a otra lingüística por la que el sentido se nos oculta, donde la resolución de las acciones está continuamente aplazada 3.

Quién, cuándo o cómo (desconocidos) 4, presenta una sucesión de escenas congeladas donde la indumentaria de los protagonistas, maquillados o literalmente travestidos, recrea una situación relacional entre los ademanes de unos y otros. El título describe con toda literalidad la ausencia de la trama y el anhelo de reconstrucción argumental que genera. La profusión de los detalles o la nitidez de la imagen no dejan de acentuar, paradójicamente, una incapacidad para coordinar el conjunto. En el caso de LM & SP (un hombre de poca moral y algo de persuasión), tres monitores entrecruzan los sonidos y las imágenes de sus respectivos discursos. Entre las voces que hablan desde los monitores, ajenas a la imagen o sutilmente vinculadas a ella, alguien dice: «...el desolador espectáculo de un frigorífico lleno de minucias putrefactas ...una fijación neurótica por el detalle le impedía la mínima comprensión de las cosas en su conjunto.» 5. En Tres tipos esperan, tres asientos de plástico, habituales en las estaciones, más tres fotografías con otros tantos personajes disfrazados, y el sonido de dos radiocasetes, pueblan la habitación. En el interior de las imágenes que podemos ver, tanto en fotografías de gran formato como en vídeo, aparece un conjunto de objetos significantes: libros cuyos títulos se nos muestran, extintores de nieve carbónica, odernadores portátiles, ceniceros, electrodomésticos... De esta forma, el protagonismo reside en una mascarada que no llegamos a descifrar o en la atmósfera que los objetos y las ropas crean. La obra aparece como un aparato que simula un hilo narrativo inexistente. El aura de falsedad es importante para crear esa atmósfera, tanto como la afectación interpretativa de los actores de telenovelas lo es para desbordar la sentimentalidad.

A propósito de las ocho instalaciones que se reunieron bajo el título “El juego del otro”, Badiola escribiría a modo de presentación: «La cohesión entre las ocho “historias-instalación” sería un particular sentimiento de la melancolía, semejante al del famoso grabado de Durero del mismo nombre, en el que un personaje, cuanto más rodeado de elementos, utensilios, conceptos, extensiones, objetos, todos ellos destinados e engrandecerle, más profundamente solo, desorientado y triste se encuentra. Un sentimiento particularmente intenso en un momento como el actual, en el que los mensajes expansivos de lo humano propiciados desde la nueva realidad científica y tecnológica, coinciden con la pérdida profunda e irreparable de la fe en el mismo concepto de lo humano.» 6 El apunte no hace sino confirmar varios componentes fundamentales en la obra de Txomin Badiola como son la estructura narrativa de sus montajes, y la pretensión de aludir a un contexto vivencial o de época que paralelamente viene razonando en el aparato teórico que acompaña a su producción. Los modelos de identidad que presentan los productos audiovisuales de consumo masivo, así como otras muchas manifestaciones culturales contemporáneas, estarían en la base de esa problemática y constituyen el semillero de imágenes con que abordar esa reflexión desde el terreno del arte. Además, la conciencia de participar de un imaginario postmoderno y el abordaje directo de esa condición determinarán su recorrido artístico y teórico. Hay, pues, un esfuerzo de comprensión y de ubicación que derivará en el tratamiento recurrente de un problema: el desmontaje del sujeto y la imposibilidad de formular un proyecto artístico7. La dislocación de la estructura topológica, la desaparición de las identidades más allá de su mero revestimiento alegórico, tendrían su correspondencia en el contexto simplificado de la baja cultura, donde igualmente se fragua una radical infidelidad a los principios y una “inautenticidad” generalizada. Las risas de fondo, por ejemplo, son el ruido que señaliza el “gag” en la comedia de situaciones. Crean una ficción del hecho mismo de la representación, falsifican la mecánica teatral colectivizando el hecho receptivo y creando un público también ficticio. Con ello el “gag”, momento que parecería depender en exclusiva de la interpretación individual de las acciones, cobra realidad imponiéndose a la impresión que sobre él pueda tener el espectador, anticipándose a su rechazo. La atmósfera que crean esas risas parece conceder autonomía a la comedia sin que ésta necesite el premio de su efecto, la risa, se anula toda instancia crítica. Este tipo de balizamientos psicológicos constituye el fondo invisible que rodea como una atmósfera al sujeto anulando su capacidad de decisión. Así podría confirmarse la idea de una desaparición de lo humano, donde los protocolos de cortesía o afecto se establecen con los autómatas, con los saludos de bienvenida de los ordenadores o con las máquinas expendedoras de tabaco. Lo mediático “meditatiza”, de hecho, estas pulsiones generando un contexto nuevo.

En gran medida, los elementos que aparecen en la escena instalativa que propone Badiola tendrían la textura de una señalización. Una sucesión de hitos referenciales, escenografías de una “trama familiar” oculta o de una situación a la que hemos llegado tarde como espectadores.

la escultura

Txomin Badiola describió el proceso de configuración del lenguaje escultórico de Oteiza a partir de un aprendizaje del vocabulario creado por los clásicos de la vanguardia. Un vocabulario asentado sobre estructuras elementales: «Oteiza se había dado cuenta de la tendencia progresiva en escultores ilustres hacia la identificación de su trabajo con determinada tipología formal y pensó en la posibilidad de separar estas formas de las referencias directas a sus autores para construir un nuevo alfabeto en escultura. De esta manera, formas como el ovoide de Brancusi, el ocho de Arp, la forma de bastón en Picasso, o el poliedro en Lipchitz dejarían de ser propiedad exclusiva para integrarse en una cierta sistemática para la reformulación del lenguaje de la escultura.» 8

En su propia obra, Badiola recoge esa tradición ahondando en estos lenguajes. Desde sus primeras propuestas escultóricas surge el empleo de estructuras similares como puede ser el cubo, unidad de desarrollo constructivo que ya había estudiado Oteiza en profundidad. Pero pronto Badiola aportará a esa base formal un componente que ofrece un escape, por un lado, al formalismo, y, por otro, a los contenidos de corte antropológico con resonancias en una poética de lo originario muy propias de Oteiza. La escultura “mobiliario”, frente a la escultura “monumento”, marcará esa diferencia sustancial. La silla, el tablero de la mesa, la estructura del mueble, serán ahora los espacios donde se abre una vía hacia lo simbólico y lo narrativo. El acabado de las piezas no es ya un minimalismo como forma final de una pulcritud preciosista, sino referencia a un campo objetual significativo con una sutil valencia alegórica. El conjunto en el que se integran sus sillas adquiere una ambigüedad entre las formas clásicas de la escultura moderna en las postrimerías de la vanguardia, y ese plus de significación aún por definir que acabará derivando al lenguaje instalativo.

En el Badiola escultor desaparece ese aura fabril de la forja y de la industria pesada para recoger la periferia connotativa de los materiales ligeros. La estructura del mueble se convertirá en la antesala de una ambigüedad. Quienes han estudiado esta obra en su evolución, apuntan a un primer momento de inflexión en 1988 con la obra ¿Quién teme al arte?: «Todavía recuerdo cómo en esta última desconcertó a muchos. y no era para menos, pues en ella se rompía la anterior imagen, supuestamente constructivista, con que había irrumpido con brío y éxito poco más de tres años antes» (...) «De manera para nada gratuita, el propio Badiola denomina “objetos” a estas piezas, pues, diríase, que oscilan de un modo ambivalente y escurridizo entre el artefacto y la obra artística autónoma, si bien creo que la balanza se inclina todavía más hacia la última. Poco importa pues en la estrategia que aquí se incoa que tanto el objeto cotidiano pueda ser sublimado por la vivencia de las formas, como que éstas queden impregandas por las impurezas de aquel. En tal hipótesis, la utopía moderna de la forma y la banalidad del diseño y lo cotidiano se neutralizan mutuamente».9 Desde ese momento, hasta la propuesta de “ocho historias” en El juego del otro, se culminará un proceso que adquiere forma en el lenguaje instalativo.

El tópico de los lenguajes híbridos en el arte postmoderno nacerá, en el caso de Txomin Badiola, por tanto, de la perforación de los modelos escultóricos formalistas en un contexto cada vez más contaminado de símbolos. La nueva situación queda así entroncada en una coherencia que se remonta a las propuestas límite que planteara la vanguardia a través de la pintura. Concretamente, la influencia de Malevich con su Cuadrado negro sobre fondo blanco, de 1915, tendrá una historia propia que continúa en la escultura de Oteiza y Badiola. Ya en la obra de otros escultores de los años sesenta se ha planteado esta influencia de las dos dimensiones desde el expresionismo abstracto. Franz Meyer, en su ensayo “La nueva escultura de los años sesenta”10, explicaba el surgimiento de un nuevo lenguaje escultórico a partir de esta pintura. La extrapolación del plano de la pintura al lugar donde se integra el cuadro, es decir, su interacción directa sobre el espacio expositivo, y la expansividad también al ámbito de la acción, suponían un fuerte ejercicio de autonomía de la pintura respecto de su soporte. Se posibilitaba con ello el salto a la tercera dimensión y la superación definitiva de las abstracciones, como las de corte cubista, donde la composición interna del cuadro seguía vigente.

la narrativa

En el caso de Badiola, el recurso a Malevich, sin embargo, abre una brecha ideológicamente más profunda al retomar uno de los momentos límite del proyecto vanguardista. En realidad, lo que se retoma no es solamente una estructura formal, sino un icono con todo su bagaje ideológico. En esa ambivalencia del cuadrado negro reside toda la problemática artística que desencadenará un estadio diferente de lo moderno, llámese postmodernismo o postvanguardia. Ciertamente, la posición de Badiola resulta incompatible con una transvanguardia que trata de atravesar impunemente una situación profundamente problemática por la vía de la adhesión a los géneros 11. Por el contrario, intenta responder al precipitado simbólico de un imaginario vanguardista, es decir, no sólo a sus códigos formales, igualmente gestionados en ámbitos como el de la publicidad12, sino asumiendo también su carga ideológica. Asumir con toda radicalidad ese punto de partida (o de llegada) supone un cuestionamiento frontal de la figura misma del artista que enlazaría con los procesos de deconstrucción de la subjetividad extensibles a otros canales culturales y, en general, a la vivencia de lo contemporáneo. La salida de la plástica desde el encierro de su autonomía hacia una lucha contextual con sus propios límites y con la atmósfera mediática otorga aquí un nuevo sentido a lo “político”. El aspecto “polémico”, como el “negociado” 13 que pugna por configurar una nueva idea del yo en la trama de relaciones que lo constituye, sería ese nuevo sentido.

La naturaleza “política” de lo artístico residiría, pues, en una apertura desde los recursos que le son propios. Esas herramientas prioritarias de lo artístico estarán, ciertamente, recorridas por determinaciones sintácticas referidas a la naturaleza de su lenguaje, por determinaciones históricas referidas a su propia tradición, y por determinaciones semánticas que pueden poner en contacto a la obra con su contexto. La apertura al contexto mediático y cultural implica toda una serie de inflitraciones de mitos ajados y de referencias perdidas que ya no pueden reconstruir por sí solas una subjetividad. Por su parte, el “objeto” se constituye como una materia prima fundamental. El concentrado objetual de la escultura-mueble en Badiola superaba, ya en su comienzo, lo escultórico como ámbito grandilocuente de la “expresividad”. El “monumento”, como huella magnificada de lo subjetivo, había tratado de ocultar ese otro poder referencial del “objeto”. Ahora bien, en Badiola habría tanto una desarticulación del “objeto” como elemento integrado en la obra, y por tanto neutralizado en un ámbito lúdico o experimental; como una desarticulación de la obra en tanto que “escultura contemporánea”, históricamente constituida de referentes. El colapso de estas dos opciones, que remitirían respectivamente a los gestos apropiacionistas y descontextualizadores, o a los gestos formalistas, tantas veces repetidos, segrega la peculiar narratividad de la obra de Badiola. Esta doble elusión de dos estrategias habituales de la postvanguardia conlleva una situación cualitativamente distinta. A su vez, lo narrativo es también desarticulado en consonancia con ese contexto con quien dialoga la obra. Analizando la idea debilitada de sujeto que se encuentra en un ámbito mediático cuajado de modelos identificativos sustituibles. En la medida en que fracasan las expectativas teleológicas es posible una suplantación de lo narrativo mediante “objetos”, “imágenes”, elementos dispares acrisolados en soportes también dispares. La introducción del vídeo o la estructura misma del lenguaje instalativo son buena prueba de ello. La necesidad del sentido opera sobre la descontextualización de objetos enmarcándolos en un discurso de finalidades fallidas. Donde desaparecen los fines prácticos y estéticos, donde desaparecen tanto los fines para los que fueron creados los objetos, como los fines para los que fueron descontextualizados en el mundo del arte, es necesario buscar otros fines, otros finales para las historias surgidas de esa indeterminación.

Las referencias explícitas al caso de Malevich tratan de poner de manifiesto una situación paradójica en la que se encuentra Badiola al producir su obra. Con motivo de su exposición de 1993 en la Galería Soledad Lorenzo, hace ilustrar el catálogo con algunas fotos del ritual fúnebre que Malevich había dispuesto para sus exequias. Con ello se nos plantea la operación apropiacionista que el propio Malevich lleva a cabo sobre su obra Cuadrado negro sobre fondo blanco. El cuadrado, como un ídolo, llegará a presidir el cortejo fúnebre enganchado al radiador del furgón que transporta el féretro por decisión testamentaria del pintor. Malevich parece transgredir así todos los ideales de autonomía de la vanguardia en una simbolización de apariencia trivial en torno a su propio luto. Quizá la más radical apuesta por una forma plástica autosuficiente, reducida a una figura elemental, adquiere, de pronto, la dimensión de un icono. Sobre la ambivalencia que se establece en torno a los avatares de esta obra tendrá lugar el debate con la modernidad artística. A partir de esa apertura a los contenidos narrativos en el seno mismo de la forma son posibles las contaminaciones que van a caracterizar al arte postmoderno. Incluso la obra del propio Badiola, en la lectura que llevan a cabo algunos críticos, parece contener en su mera estructura formal, un mensaje político 14. Al margen de lo acertado o no de tales atribuciones, a pesar de que las lecturas de “sentido” puedan ser contradictorias con los planteamientos teóricos de los que se parte, lo cierto es que las obras de Badiola presentan una explícita intención de constituirse como “relatos”. Con ello se consuma un proceso anticipado germinalmente en su primera etapa escultórica.

El entierro de Malevich, como se ha insinuado tantas veces, condensaba toda una alegoría: en cierto sentido se llevaba a la tumba todo un proyecto artístico compartido. Con aquel acto ritual, impecable desde un punto de vista performativo, impecable también como sacrilegio, se ponían de manifiesto en la experiencia vanguardista los componentes de su íntima ambigüedad. Al abrir un objeto denso, el cuadrado negro, impenetrable como ente abstracto, a una narrativa no exenta de tintes sentimentales, se iniciaba, junto con ese cortejo, la procesión de los sustitutos y paliativos para el desfondamiento, la sucesión de estertores de un proyecto agotado. Toda una maniobra dilatoria, como la que ha caracterizado a la modernidad según Lyotard 15, alargaría esa ceremonia. El hecho de la muerte, como fenómeno que conculca todas las esperanzas, tiene, en su calidad de símbolo, la ventaja de manifestar de modo inmejorable las dificultades para conceder crédito a una promesa de trascendencia. Con ello se estaba perdiendo, no sólo una vaga fe en el poder salvífico del arte (nunca muy sólida), sino la posibilidad misma de un pensamiento escindido entre interiores y afueras, entre profundidad y superficie, entre lo auténtico y lo inauténtico, en definitiva, todas aquellas dualidades “metafísicas” propias de lo moderno. Con ello se perdía también la concepción del arte como “expresividad”, tal como describe Jameson16. Fenómenos como el montaje o la apropiación adquieren la categoría de herramientas indispensables de la práctica artística contemporánea. Y ello, no tanto por sus virtudes configuradoras de un lenguaje o una sintaxis propias, sino por las posibilidades que ofrecen para eludir las instancias de la subjetividad, es decir, por su capacidad distanciadora. La rehabilitación del Benjamin copista, recolector de citas (por encima de las trivialidades derivadas de la “reproductibilidad técnica”, noción hoy inoperante), o la exaltación de la copia como tal, como estadio de máxima perfección, serán procesos vigentes que afectan tanto a la alta cultura como a la canción popular. Los reconocimientos, de W. S. Gadis, novela en la que un pintor se dedica a copiar fielmente los cuadros de Menlick en el intento de apurar un espacio residual para la perfección; o la emblemática Si una noche de invierno un viajero, de Italo Calvino, en la que el protagonista copia el principio de Crimen y castigo en un intento de hibridar escritura y lectura en un mismo acto, son ejemplos donde este tema queda aobordado con toda la fascinación estética que produce.

Quizá el último avatar de la copia sea, en sí mismo, el instinto de repetición propio de las “literaturas postmodernas”, que parecen ejercerse como un automatismo descriptivo que nos permitiría explicar una y otra vez ese estado laberíntico o especular con la sensación de que la originalidad del discurso no es tan importante como el placer de volver a escucharlo. Como una frontera insalvable, como un mal de la escritura (o del archivo en tanto que inscripción), la literatura postmoderna genera una hipertrofia teórica sin precedentes que se limita a describir una situación sin capacidad para activar transformaciones.

La copia y la repetición podrían ser vistas como la máxima expresión de otro de los tópicos repetidos: la anulación del sujeto. Quizá en este punto deba mantenerse el espejismo retardado de una escisión. La idea de que un vaciado del sujeto es equivalente a su multiplicidad infinita, a su carácter sustituible, sólo se verifica en el terreno de la lógica. Finalmente la experiencia aboca a una deriva necesaria en la que el vacío sólo puede ser interpretado como mística, o como una última reedición de la trascendencia. Frente a esto, la multiplicidad de personajes no significa otra cosa que la posibilidad efectiva de serlos todos.

Podemos ser torturadores, podemos pilotar coches asesinos y estrellarnos impunemente como muñecos en un test de choque, podemos conversar amigablemente mientras la tele emite imágenes del horror... En los anuncios de videojuegos algunas personas normales dicen haber vivido guerras en lugares remotos, dicen haber conducido ejércitos, y lo dicen como si no hubiera un “regreso a la realidad”. Se homologan así todas las vivencias. Txomin Badiola analiza su propia experiencia ante la película de Tarantino, Pulp fiction, en términos de una perplejidad moral. La incrustación forzosa de un juicio adverso y un disfrute real en un mismo objeto. «Si se quisiera buscar algún aspecto político en el cine de Tarantino, lo encontraríamos precisamente cuando expone lo insuficiente de lo político, entendido como “political correctness” (lo políticamente correcto). Su cine es una provocación contra la precariedad de nuestras convicciones en la actualidad, sobre lo que es adecuado políticamente o no, evidenciando la distancia que existe entre la ética y el manual de buenas costumbres.» 17 Quizá la distancia a la que se refiere Badiola sea la misma que hay entre ética y estética. La estetización generalizada y el desmantelamiento ideológico serían caracteres de una situación percibida como fracaso.


 
   
   
   
 
 
  © Víctor del Río 2010